Infancias, derechos y transformación social

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de Verónica Fulco

“Madre: ¡Ponete el buzo!
Niñx: No tengo frío. Si vos tenés frío, ponete un buzo vos”.

Yo tenía 10 años y ya era feminista aunque me faltaran las palabras para decirlo.

Sabía por ejemplo que la vida de mi mamá y de mi abuela tenían cosas en común, aún si eran muy distintas. Y que esas cosas no las compartían mi tío ni mi padre ni mi abuelo.

Sabía también que yo no quería correr su suerte.

Así que un día tuve la genial idea de expresar algunas de esas posturas en voz alta.

Fue en una merienda en la casa de mis abuelxs paternos, quienes por entonces cuidaban de mí y de mi hermano desde que salíamos de la escuela y el micro escolar nos dejaba en su casa, hasta que algunx de mis progenitores pasaba a buscarnos después del trabajo, ya entrada la noche.

No sé de qué estaríamos hablando pero lo que dije fue -lo recuerdo perfecto- que yo no pensaba casarme y que si llegaba a hacerlo mi marido sería el que se quedara cuidando de lxs niñs y haciendo las tareas domésticas porque yo quería hacer una carrera y prefería trabajar afuera. Para ese entonces ni me imaginaba lesbiana, ni podía entender la fibra sensible que toqué al enunciar esa frase pero, lo cierto, es que mi abuelo se salió por completo de sus casillas y yo, impávida aunque sorprendida ante su mal humor repentino y sus cuestionamientos elocuentes, me mantenía en calma reafirmando mis ideas. Nada parecía poder convencerme de lo contrario.

Mi abuela observaba temerosa y en silencio. Apenas llegó a balbucear un “tranquilo, papi; no te pongas nervioso”, pero mi abuelo le clavó una mirada de fuego y ella bajó la cabeza. No volvió a acotar nada. Ni siquiera puedo asegurar que se quedara contemplando el intercambio que iba in crescendo, sino que seguramente se había puesto a salvo en la cocina. Ese día el sermón que se comió mi viejo por parte de su padre lo escuchamos todxs aunque se hubieran encerrado en la pieza del fondo. Pero también, aún cuando estuviera socializado en ese mismo entramado de creencias, ese día mi padre me dio la mano para cruzar la calle al salir de lo de mis abuelxs y me dijo que yo tenía razón aunque al abuelo ya no fuéramos a cambiarle la cabeza.

Por supuesto que eso no implica que los modos de criar supongan coherencia o que no tengan que enfrentar las propias contradicciones del mundo adulto. Por ejemplo, yo crío a mi hijo en esa tensión entre protegerlo de las hostilidades del mundo e intentar que se mueva por él libremente y sin miedo. Crío a una persona que se percibe varón siendo yo mujer y feminista e intentando que mis cuestionamientos a la masculinidad hegemónica no se perciban, en su universo infantil, como una hostilidad personal hacia él o que mi sororidad no dañe su autoestima ni le genere inseguridades en relación a mi amor. Del mismo modo, pese a aquel contundente gesto de apoyo por parte de mi papá, crecí con una demanda más o menos explícita de ser yo quien debía ayudar a mi madre con las tareas domésticas por ser “la señorita” de la familia. Más de una vez me mandaron a hacer mi cama y la de mi hermano, dos años menor, o a levantar sola la mesa del desayuno, cosa que jamás escuché que le pidieran a él.

En eso mi hijo no corre con la misma suerte. Y no por ser varón sino, principalmente, porque habemos a su alrededor adultxs con otras concepciones sobre las infancias. Mi hijo puede responder y cuestionar, puede decir lo que piensa, y en lo que a mí respecta, como adulta, suelo argumentar mis pedidos y las decisiones que lo afectan. También salto en su defensa cuando sus respuestas son leídas por otrxs adultxs como un gesto de “mala educación” o de irrespeto, o cuando pretenden que no conteste “porque cuando lxs adultxs hablan los niñxs deben obedecer sin chistar”. No obstante, muchas veces me cuestiono en qué medida logro ser coherente con la concepción de lxs niñxs como sujetos de derecho y cuáles son los límites. Hasta dónde escucharlxs y darles explicaciones de las cosas que les pedimos, hasta dónde darles a elegir y en qué medida eso supone libertad o, por el contrario, cargarlos con responsabilidades de las que deberían estar exentxs. Cuándo un límite es una forma de cuidado y un gesto amoroso y cuándo un cercenamiento a su voluntad. Algunas veces me doy cuenta. Otras, me quedo con la duda. Supongo que criar implica esas zonas grises, sobre todo cuando estamos inventando nuevos caminos y no solo repitiendo los pasos por lxs que anduvieron otrxs.

A veces siento que en la materia de respetar los derechos de lxs niñxs y dejar de tratarlxs como ciudadanxs de segunda, muchxs de lxs que defendemos y levantamos otras banderas estamos desaprobadísimxs. Que nos falta interpelarnos, que nos falta creerlxs sujetos pensantes, sintientes… Que nos falta escucharlxs en serio, tomarlxs en cuenta, dejarnos cuestionar por ellxs. Y entender que eso implica también asumir la responsabilidad que supone ser adultxs y tener que cuidarlos. Colectivamente. Y velar por quienes están criando a esa nueva generación también, que es otra forma de garantizar los derechos de esxs niñxs.

Es increíble la de puertas, incluso en el universo feminista, incluso en la intimidad de la red de amigxs, que se nos cierran a quienes tenemos niñxs a nuestro cargo. La de oportunidades que se nos vedan: de trabajo, de vivienda o de esparcimiento. Algunas de esas prohibiciones son explícitas pero muchas no lo son: simplemente esquivamos lugares en que nuestrxs hijxs no son bien recibidxs, en que se espera que se comporten como algo diferente a unx niñx, o en que se lxs trata como en el siglo pasado. La ciudad en general no suele estar preparada para la vida de/con niñxs.
Permítanme ilustrarlo. Cuando mi hijo cumplió 6 años, irme de camping con él se volvió una odisea. Pero no por dormir en carpa y hacer un fuego por las noches sino porque a él no lo dejaban pasar al baño de mujeres y a mí, no me dejaban entrar con él (para asistirlo en la ducha, por ejemplo) al baño de varones. Una parte de esto puede suponer cuestionar el género. Pero hay más por cuestionarnos ahí.

Recuerdo una vez en que, cansado de que un compañerito de la sala de 3 (años) lo molestara, mi hijo (lo llamaré V) respondió. Fue algo así como que lo empujó cuando el otro niño se le quiso colar en la fila de educación física. La maestra vio ese gesto y retó a V. No escuchó sus motivos ni sus explicaciones, o no les dio importancia. Es más, obligó a ambos niños a que se dieran un abrazo porque “los amigos no se tratan así”. V se negó a abrazarlo diciendo además que ese niño no era su amigo; que era su compañero de la salita, pero no su amigo. La maestra, delante mío (cuando me repitieron el relato a la salida), le dijo: “acá todos somos amigos”. Y no, no es cierto. Supongo que la maestra ni entendió mi intervención, ni le debe haber gustado. Es más, le debe haber parecido terrible. Y no estoy defendiendo la violencia en sí, ni la justicia por mano propia, que quede claro. De hecho esa tarde tuvimos una larga charla con mi hijo en torno a lo que había sucedido en la escuela.

No puedo dejar de pensar, además, en el contexto histórico y familiar que a él le ha tocado para vivir y para desarrollarse como sujeto, y a mí para acompañarlo en su crecimiento.

Se me vienen a la cabeza escenas contradictorias, como ponerle un nombre socialmente masculino al nacer pero que en la calle, a las semanas de haber nacido, cuando alguien se nos acercaba y nos preguntaba “¿Qué es: nena o nene?” le respondiéramos sin dudar que aún no sabíamos, que todavía no nos lo había dicho. Tardó poco, no obstante, en hablar del tema, porque entre sus cuatro y sus cinco años hubo muchos cambios en la configuración familiar que nos llevaron por esos discurrires. Por ejemplo, que V pasó de tener dos mamás a tener una mamá lesbiana y un papá trans. Así que había escenas cotidianas bastante particulares también, como ir en bici al jardín y que de golpe me pregunte “entonces, ¿yo soy varón como papá y cis como vos?” En ese momento el término “cis” era relativamente nuevo incluso en mi universo, así que esas preguntas me atravesaban por completo y a veces me dejaban tecleando por un rato. Ni hablar si encima venía tratando de esquivar los colectivos y los taxis que zigzagueaban entre parada y parada. Aun cuando yo ya pensara algunos parámetros identitarios como flexibles, como mutables… más como un “estar” que como un “ser”, la naturalidad con que él percibía esa plasticidad no dejaba de maravillarme. Un día me dijo que él de más chiquito se sentía travesti, porque le encantaba usar mis collares, pintarse las uñas y los labios, pero que ahora, a los 6 años, se asumía varón cis y que en la adolescencia no sabía cómo se percibiría. O cuando me dijo que no podía saber todavía si era gay o heterosexual porque aún no se había enamorado. Con esa misma frescura hacía bromas en la escuela que, ante el desconocimiento de sus maestras, lo llevaban a comerse retos injustos o a tener que dar explicaciones. Como cuando “la seño” de primer grado les pidió que se quedaran en el aula un ratito solxs, que ella iba a buscar la torta para festejar el cumpleaños de Eliana y V no tuvo mejor idea que preguntar jocoso: “¿Qué, la invitaron a mi mamá al cumple?”

Muchas veces me quedo pensando cómo afectarán al mundo estas nuevas subjetividades… pero también sé que su generación no es homogénea y que muchxs niñxs de su edad todavía están criadxs bajo parámetros patriarcales. Como docente me pasa seguido de encontrarme con adolescentes que plantean resistencias al uso del lenguaje no binario o que sostienen relaciones sexo-afectivas posesivas y violentas. Hay una “revolución de las hijas”, sin duda. Y de algunos hijos. Pero también entre lxs hijxs hay la resistencia al cambio.

3 comentarios

    • liberteca

      Muchísimas gracias! Estos comentarios nos incentivan a seguir. Saludos.

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